El éxito de Colombia es clave para la seguridad y la integración del continente.

Quinta y última nota.

No quiero dejar la sensación de que en mi reciente viaje a Colombia sólo vi progreso y confianza. Colombia sigue enfrentando un problema muy serio de narco-guerrilla; tiene que cauterizar las típicas heridas post-conflicto que dejan las guerras civiles, cuando aún el conflicto no está definitivamente terminado; han renacido acusaciones de violaciones de los derechos humanos por parte de militares en relación a hechos antiguos, como el de la toma por el M-19 del Palacio de Justicia en 1985 y los casos mas recientes denominados “falsos-positivos”, en los que jóvenes de barrios marginales habrían sido asesinados y disfrazados de guerrilleros; se acaban de descubrir y abortar pirámides financieras no tan viejas ni tan grandes como la de Madoff en New York, pero sumamente gravosas para las regiones afectadas del interior del país; y se comienza a percibir el impacto de la crisis global por la gran importancia que tienen sus exportaciones a los países del NAFTA y de la CAN, regiones en las que puede caer mucho la demanda por la producción manufacturera colombiana.
Si bien, como yo intenté destacarlo en mis conferencias y declaraciones públicas en Bogotá y Medellín, Colombia presenta la ventaja de haber cuidado siempre su crédito público y privado, por lo que puede recurrir al endeudamiento para sostener la demanda efectiva, algo que no podrán hacer países como Argentina, Venezuela y Ecuador, no es menos cierto que Colombia, por el enorme esfuerzo fiscal que ha significado una guerra tan larga y con tantos frentes, no ha logrado acumular reservas excedentes como lo han hecho Chile y Méjico y, en menor medida, Brasil y Perú.
En sentido inverso, si bien la caída de la demanda de productos manufactureros originada en probables crisis profundas y prolongadas de Venezuela y Ecuador producirán un impacto inmediato negativo sobre la economía colombiana, el debilitamiento de los regímenes políticos de esos dos países, probablemente detenga o atenúe el apoyo subrepticio que desde el territorio venezolano y ecuatoriano han estado recibiendo las FARC, lo que como efecto mediato será muy positivo para Colombia.
Esta mezcla de circunstancias, algunas favorables y otras desfavorables, debería llevar a los Estados Unidos y al resto de las naciones americanas que están empeñadas en consolidar un clima de seguridad e integración en el continente, a redoblar los esfuerzos para ayudar a Colombia, tanto en el frente económico como en el de la lucha contra las FARC. Sólo gobiernos como los de Venezuela, Ecuador, Bolivia y, lamentablemente, el de mi País, no parecen valorar los titánicos esfuerzos que Colombia está haciendo, en democracia y con pleno respeto de los principios republicanos, para erradicar definitivamente del continente americano un fenómeno que en los países que lo sufrieron, su extirpación costó muchas vidas y dio lugar a violaciones aberrantes de los derechos humanos.
Es inconcebible que algunos estrategas de la política exterior y legisladores en los Estados Unidos no adviertan el daño moral y material que para la causa de la paz y el progreso de todo el continente significa el manoseo que está recibiendo en el Congreso Americano el Tratado de Libre Comercio entre Colombia y los Estados Unidos. Afortunadamente Méjico y Canadá en el norte y Chile, Perú y Brasil en el sur, tienen una actitud mucho más constructiva con Colombia, en términos de una relación comercial más abierta y profunda. También es alentador constatar la predisposición favorable al proceso integrador, por via de acuerdos de libre comercio, de Europa y Asia, que aunque no son mercados tan importantes para Colombia en la actualidad, el caracter bioceánico de su rica geografía ayudará a que lo sean en el futuro.
Además de reforzar el proceso de integración continental con la aprobación del Tratado de Libre Comercio, los Estados Unidos y los demás países importantes de América deben utilizar toda su influencia en los organismos multilaterales de crédito para que Colombia pueda financiar un programa ambicioso de mejoramiento de la infraestructura de transporte, así como de la infraestructura económica y social en las ciudades y pueblos del interior del país que no cuentan con el nivel de desarrollo de Bogotá y Medellín. Una consecuencia visible de los conflictos que debió soportar Colombia durante décadas es el deterioro y en algunos casos la ausencia de infraestructura para la interconección terrestre entre las comunidades de su vasto y accidentado territorio, así como las carencias de servicios básicos en muchas poblaciones pequeñas y alejadas del interior colombiano.
Hasta algunos años atrás, en estas poblaciones el único poder que existía era el de la narco-guerrilla. No existe mejor forma para neutralizar las tendencias recesivas originadas en la crisis económica global que redoblar los esfuerzos para revertir estas situaciones críticas, porque además de crear oportunidades de empleo y generar ingresos a la población, se estará apuntalando la presencia del Estado, en su rol prestador de los servicios básicos esenciales en los territorios que las fuerzas del orden han logrado recuperar de las garras de la guerrilla.
Además de todo el potencial que se detecta en Colombia para la producción de bienes, cuando se superen las limitaciones que hoy imponen la falta de infraestructura y de servicios, la geografía y la cultura de Colombia se constituirán en imanes poderosos de contingentes hoy inimaginados de turistas de toda las latitudes. Esta es una de las conclusiones de mi viaje que me siento más seguro de formular. Dan testimonio de ello la eficiencia y simpatía de María Ema García, la secretaria del Gerente General del Banco de la República que organizó y reorganizó mi agenda con una puntillosidad que yo, en toda mi larga historia de viajero incansable, nunca antes había conseguido; de Alejandra Rincón, joven licenciada en artes plásticas que me hizo recorrer y gozar de la admirable colección de pinturas y esculturas de la Casa Botero y del Museo de Arte de Bogotá. Sus explicaciones demostraban no sólo erudicción sino, y sobre todo, su amor por el arte colombiano; y de Juan Camacho, jóven antropólogo que me explicó la historia y las características de las piezas admirables de arte precolombino que se exhiben en el renovado Museo del Oro.
Los paseos que hice guiado por viejos amigos argentinos que viven en Colombia, Ana y Antonio Assefh y amigos colombianos, desde la época de estudiantes en Harvard, Cecilia y Alvaro Pachón, me permitieron conocer lugares tan impresionantes como la “Catedral de Sal”, en Zapataquía y tan divertidos como “Andrés Carne de Res”, en Chía. Estas visitas terminaron de convencerme de algo que ya había comenzado a descubrir en mis viajes a Cartagena de Indias en el pasado. Que Colombia, en un clima de paz se transformará en un destino turístico de relevancia mundial, para beneficio no sólo de quienes presten servicios a los turistas, sino también y, sobre todo, para deleite cultural y espiritual de quienes decidan acometer la aventura de descubrir la otra cara de Colombia. Tal como lo hice yo en este viaje inolvidable.