La lucha contra la inflación. Tercera nota.

Hoy, en Argentina, hay inflación reprimida. Esto significa que muchos precios de bienes y servicios están artificialmente fijados a un nivel en el que no se igualan la oferta y la demanda. En otros términos, a los precios fijados por intervención del Estado en los mercados, la demanda de esos bienes y servicios excede largamente a la oferta.

Cuando Cristina Kirchner quiso argumentar que la inflación no era alta porque el precio de la carne, la leche, el gas natural, el gasoil y la electricidad, entre muchos otros, son más bajos en nuestro país que en Uruguay, Brasil y Chile, en realidad estaba diciendo que en Argentina hay mucha inflación reprimida. Sólo así se pueden explicar diferencias de precios en países vecinos y económicamente muy integrados.

Los instrumentos que se utilizan para reprimir la inflación son los congelamientos de tarifas de los servicios públicos, los controles de precios, las retenciones  y las restricciones cuantitativas -prohibiciones y otras limitaciones- al comercio exterior. A veces, estas distorsiones se tratan de paliar con subsidios destinados a compensar las diferencias entre los costos de producción y los precios fijados por intervención estatal. Pero estos subsidios, además de tener un costo fiscal peligroso, nunca son suficientes y  crean oportunidades de corrupción, por lo que no pueden evitar la mala asignación de los recursos productivos de la sociedad que resulta de tantas distorsiones.

La inflación reprimida, paradójicamente, termina provocando tasas más altas y erráticas de inflación abierta, porque alienta expectativas inflacionarias muy difíciles de revertir por el Gobierno. Esta «inercia inflacionaria» -como se denomina a este fenómeno en la literatura especializada- se produce porque la gente sabe que necesariamente, en algún momento el Estado deberá autorizar aumentos de los precios de los bienes y servicios controlados. Y , cuando lo hace en forma parcial e insuficiente, sólo consigue confirmar las sospechas de la gente, con lo que ésta espera más ajustes en el futuro y ajusta sus expectativas inflacionarias hacia arriba.

Hay otra razón por la que la inflación reprimida retroalimenta la inflación. A medida que el Estado impide que los precios controlados suban la gente tiene mayor ingreso disponible para gastar en los bienes y servicios cuyos precios no están controlados. Es decir, si la gente gasta menos en electricidad, porque obligan a las empresas eléctricas a proveerla por debajo del verdadero costo económico, la gente tendrá más ingresos disponibles, para comprar, por ejemplo, electrodomésticos que consumen electricidad. La demanda de electrodomésticos aumenta más que lo que habría aumentado si no se controlaban las tarifas eléctricas. El precio de los electrodomésticos, que no está controlado, aumenta más de lo que debería, si la oferta de electrodomésticos no crece tan rápido como la demanda. También aumenta el número físico de electrodomésticos que consumen electricidad, porque la gente consigue comprar más. Cualquiera sea la combinación de estas dos consecuencias, el desequilibrio inicial entre la oferta y la demanda de electricidad, aumenta. Y la brecha entre los precios controlados (electricidad, por ejemplo) y los no controlados (electrodomésticos, en este caso) se amplía.

El caso de la electricidad y los electrodomésticos, es solo uno de miles de ejemplos similares que se podrían mencionar. El resultado es que aún cuando se la intenta disminuir en forma gradual, permitiendo el aumento insuficientes de los precios controlados, la inflación reprimida aumenta!

Por consiguiente, en algún momento la inflación reprimida se debe eliminar de golpe. Ese es el momento de los «tarifazos», que eran tan comunes en las décadas de los 70s y 80s. La decisión de dar el tarifazo puede ser del Gobierno, o, si éste mantiene las distorsiones por largo tiempo, puede resultar de lo que en muchos políticos argentinos se ha dado en llamar «golpes de mercado». Algo que no ocurre por impulso político de grupos económicos opositores, sino por la falta absoluta de realismo del gobierno que trata de perpetuar, sin éxito, el estado de inflación reprimida.

En la próxima nota trataré de explicar, cómo puede un gobierno sacar al País de una situación de inflación reprimida sin que se espiralice la inflación. Cuando la inflación se espiraliza, la economía se pone al borde de la hiperinflación.

La lucha contra la inflación. Segunda nota

Recomiendo a mis lectores, leer esta nota después de haber leído la primera.

Para luchar eficazmente  contra la inflación, el Gobierno debe establecer una «Regla Monetaria». Esto significa ratificar que el Banco Central de la República tiene un compromiso prioritario e ineludible con la estabilidad del nivel general de precios de la economía, tal como lo establece su carta orgánica.

Hay tres reglas monetarias factibles de ser utilizadas: 1) fijar el tipo de cambio en relación a una o más monedas extranjeras; 2) fijar un ritmo de crecimiento preestablecido para la cantidad de dinero en circulación, medida a través de algún concepto claro de «dinero»; o, 3) Manejar la tasa de interés a la que presta o toma prestado el Banco Central, o algún otro indicador intermedio del grado de «dureza» de la política monetaria. Las tres requieren que el Peso, nuestra moneda, sea «convertible», en el sentido de que deben removerse las restricciones a la entrada y salida de capitales y al libre compra y venta de monedas extranjeras.

Si el Peso no es convertible, cualquiera de las tres reglas monetarias, aplicadas en un contexto en el que inicialmente la expectativa de inflación será mucho más elevada que la inflación que se fije como meta, puede llevar a que aparezca un mercado paralelo de monedas extranjeras, que provocará más confusión y exacerbará las expectativas.

En  una situación como la que hoy está viviendo la Argentina, la típica recomendación «monetarista» de controlar la cantidad de dinero a un ritmo predeterminado, como lo señala la segunda de las reglas monetarias posibles, no resultaría efectiva, porque ante expectativas descontroladas de inflación como las que se derivan de la existencia de inflación reprimida, ausencia de reglas y las mentiras del INDEC, la velocidad de circulación del dinero puede resultar muy volátil, incluso aumentar hasta límites insospechados, y frustrar el efecto inflacionario del control  de la cantidad de dinero en circulación.

Por consiguiente, habrá que elegir ente la primera y la tercera regla monetaria. Cualquiera de las dos, tipo de cambio fijo o, «metas de inflación» – así se denomina, en la literatura técnica, a la regla 3-. La regla 3, en un sentido estricto, requiere que esté muy bien organizado el mercado de compra y venta de letras del Tesoro, y la participación del Banco Central, algo que aún no existe, porque desde 2002 el Banco Central emite su propia deuda pero no interviene en el mercado de títulos emitidos por el Tesoro.

En la práctica habrá que integrar estos dos mercados e ir reemplazando la deuda del Banco Central por deuda del Tesoro. Mientras esto ocurre, y no se disponga de una tasa de interés de corto plazo, susceptible de ser utilizada como indicador intermedio de la política monetaria, será necesario utilizar al tipo de cambio nominal, es decir, al precio del dólar y las demás monedas extranjeras, como indicador de la política monetaria. En la práctica, un manejo semejante significará combinar las reglas 1 y 3, para converger, cuando funcione bien el mercado de letras del Tesoro, en una aplicación estricta y exclusiva de la regla denominada «metas de inflación».

Hasta aquí, la lucha contra la inflación parece una operación, más o menos compleja, de política monetaria. Pero, lamentablemente, no es tan sencillo. Para tener éxito, es decir, para que se logre el objetivo de reinstalar un clima duradero de estabilidad de precios, que permita a todos los argentinos prosperar, sin las incertumbres y angustias del presente, el Gobierno de los Kirchner, o cualquier otro que lo suceda, tendrán que enmarcar esta política monetaria del Banco Central, en una reforma mucho más completa de las reglas de juego de nuestra economía. A esto me voy a referir en las próximas notas.

La lucha contra la Inflación. Primera nota.

Un gobierno responsable, que quiera crear bases sustentables de prosperidad ante la realidad que estamos viviendo en Argentina en agosto de 2008, debería proponerse, como objetivo central, luchar contra la inflación, pero no sólo para evitar que se torne explosiva, sino para asegurar que, hacia el futuro, la economía argentina no tenga inflación más alta que la que sufre la economía global.

Cualquier inflación crónica y significativamente superior a la del resto de los países, se constituirá, inexorablemente, en un freno al desarrollo sustentable de nuestra economía y acentuará la redistribución regresiva del ingreso y la riqueza. Cada vez habrá menos ahorro interno y externo dispuesto a financiar la inversión productiva. Y lo poco que se invierta no servirá para producir fuertes aumentos de productividad, porque no será el resultado de evaluaciones cuidadosa de empresarios con buena información sobre las tendencias de la demanda y de las tecnologías más avanzadas, sino el resultado de decisiones políticas del gobierno y de los empresarios, enredados en negociaciones oscuras, plagadas de corrupción.

La inflación es, en cualquier economía de mercado, un mecanismo que interfiere de manera muy perversa en el sistema de señales que deber orientar la asignación eficiente de los recursos productivos de la sociedad.

La inflación también interfiere con el manejo transparente del presupuesto público y anula los efectos redistributivos perseguidos por el Poder Ejecutivo y el Congreso Nacional, cuando aprueban la Ley Anual de Presupuesto.

En síntesis, la inflación hace que cualquier economía, y mucho más una economía con grandes defectos de organización iniciales, se desorganice cada vez más, hasta transformarse en una economía sin reglas. Una economía en la que impera la ley de la selva y el sálvese quien pueda.

En Argentina vivimos infectados de inflación durante 45 años, ente 1945 y 1990, y hemos vuelto a reintroducir la inflación, como enfermedad crónica, desde 2002 en adelante. Hoy vivimos en una situación no muy diferente a la de la década de los setentas, cuando la inflación todavía no era explosiva, pero había mucha inflación reprimida por controles e intervenciones distorsivas del Estado en casi todos los mercados. Corremos el riesgo de entrar pronto en un período de inflación más descontrolada, con característica claramente stanflacionarias, como la que existió desde 1975 hasta fines de los 80s, cuando finalmente desembocó en hiperinflación.

Los ideólogos del tipo de manejo de la economía que se inició en 2002, nucleados alrededor de las ideas del denominado Plan Fénix, se conforman con encontrar formas de evitar la hiperinflación. Por eso ponen énfasis en la necesidad del equilibrio presupuestario, o, como ellos prefieren llamarlo, el «superávit fiscal primario». Se refieren a la inflación como si no fuera un problema grave y como si sólo creara  el problema de la «perdida de competitividad por atraso cambiario». Creen que admitiendo un poco más de inflación, se puede evitar el «atraso cambiario» y mantener la economía en un ritmo de crecimiento acelerado.

Esa era, precisamente, la interpretación de los economistas que asesoraron a los dirigentes políticos de las década de los 70s y 80s. Por eso caímos en hiperinflación, luego de sufrir varios episodios de stanflación. Todo con un enorme costo económico y social para las familias argentinas, especialmente para las más pobres.

Lo primero que deberá proponerse el gobierno actual o un futuro gobierno que quiera sacar, con éxito, a la Argentina de la situación de angustia y desesperanza en la que se encuentra, es una lucha frontal contra la inflación. Pero su objetivo deberá ser eliminar la inflación de nuestra economía, al menos como fenómeno diferente del que se observa en el resto del mundo. En sucesivas notas, voy a explicar cómo se puede alcanzar este objetivo. Anticipo, desde ya, que no es tarea sencilla. No es cuestión, simplemente, de aplicar la receta de economistas que entiendan del tema. Es una formidable empresa política, que requiere inteligencia, gran liderazgo y total sinceridad del mensaje que se trasmita al Pueblo, a todo el Pueblo.

El Megacanje y el préstamo de Chávez

Desde que el Gobierno de Cristina le vendió Bonos, en forma directa, a Chávez, por 1.000 millones de dólares, con una tasa de rendimiento del 15 % anual, muchos economistas y analistas especializados dijeron que se trataba de la re edición de una operación ruinosa para el país «como lo había sido el Megacanje de Cavallo».

Esta comparación demuestra una gran ignorancia. El único analista que no se equivocó, fue Joaquín Morales Solá, que en un artículo publicado ayer por La Nación, hizo la comparación relevante. El sostuvo, correctamente, que » Pocos meses antes de la gran crisis de 2001, Domingo Cavallo, entonces Ministro de Economía, había rechazado pagar un porcentaje parecido de tasas de interés a un grupo de bancos locales».

El Megacanje, que se cerró el 19 de julio de 2001, fue un canje de bonos, hecho por Oferta Pública Internacional, con el apoyo de 10 bancos internacionales de primera línea, que consiguió ofertas por 30.000 millones de dólares. La tasa implícita que resultaba de esa operación era cercana al 14 % anual y resultaba de la cotización que los bonos a canjear ya tenían en el mercado antes de que se concretara el Megacanje. Además se postergaban por varios años el pago de capital e intereses, con lo que se despejaba totalmente el panorama de la deuda externa por un período largo. La reacción de los mercados fue muy positiva, y al día siguiente del anuncio, la tasa riesgo país, es decir el rendimiento de los bonos, descendió y se mantuvo más baja por dos semanas. Todo lo contrario de lo que aconteció con la venta de Bonos a Chávez.

La pérdida del crédito que sufrió Argentina desde la segunda semana de julio de 2001, se debió no a la deuda externa, que, salvo la denominada en monedas diferentes al dólar, había entrado toda en el Megacanje, sino a la Deuda Interna.

La componente más gravosa de la deuda interna era la que habían contraído muchos gobiernos provinciales, particularmente la Provincia de Buenos Aires, con los bancos locales. Se habían comprometido a pagar la tasa «badlar», es decir, la tasa de los depósitos bancarios de más de 1 millón de Pesos, mas siete puntos porcentuales o el 50 % de la tasa badlar, la que fuera mayor. Apenas la tasa badlar llegó al 14 % anual, la tasa de esos préstamos comenzó a devengar 21 % anual de interés! Y esto ocurrió la primera semana de julio, cuando la Provincia de Buenos Aires intentó, sin éxito, renovar 300  millones de dólares de vencimientos. Como consiguió apenas la mitad, anunció el lanzamiento de los Patacones.

A la semana siguiente de este evento, La Secretaría de Finanzas intentó renovar Letras del Tesoro Nacional por alrededor de 1.000 millones de dólares, que los bancos se habían comprometido a renovar en el contexto de lo que se llamó el «Blindaje», y pidieron una tasa de 16 %, que yo no autoricé. A diferencia del Megacanje, la renovación de letras no significaba una refinanciación completa e integral, sino una operación parcial y a corto plazo, que si aceptábamos pactar en esos términos, nos llevaría inexorablemente a la ruina. No se renovaron las letras y debimos embarcarnos en la política del «Déficit Cero». Es lo único que se puede hacer cuando se pierde el crédito.

Tan lógico fue el Megacanje, y tan antitético con la operación que acaba de hacer este gobierno con Chávez, que durante el mes de noviembre de 2001, cuando estuvimos dispuestos a ofrecer garantías de pago que el Congreso Nacional no nos había autorizado antes del Megacanje, logramos que los tenedores de bonos emergentes del Megacanje, por 26 mil millones de dólares de capital, es decir el 85 % de los que habían sido emitidos a través de la operación de junio anterior, los convirtieran en un Préstamo Garantizado, bajando la tasa de interés al 7 % anual y alargando en tres años adicionales los plazos de vencimiento. Y todo a través de una operación voluntaria, que también se hizo por oferta pública, pero bajo ley Argentina. Se trató de la primera etapa de la re estructuración ordenada de la deuda, que habíamos anunciado el 1 de Noviembre.

Lamentablemente, el mismo día que se concluyó esta operación, que había incluido también a la deuda provincial, con lo que se había logrado reducir su costo financiero del 21 al 7 % anual, debimos anunciar lo que dió en llamarse «El Corralito». No podíamos hacer otra cosa, ante la corrida que se había producido contra los depósitos del Sistema Bancario Argentino. Lo que sí podría haber sido diferente, es lo que ocurrió a partir de Enero, cuando se creó el mal llamado «Corralón», es decir la re estructuración compulsiva de los depósitos, la pesificación y la devaluación, que lejos de resolver la crisis, la agravaron aún más. Pero, lamentablemente también, ya se había producido el Golpe Institucional del 19 y 20 de Diciembre de 2001, y su réplica en la última noche de ese año, para abrir las puertas al más injusto y feroz ajuste de la Economía Argentina, de toda su historia.

Lo que está haciendo el Gobierno de Cristina Kirchner es totalmente diferente a lo que hicimos en 2001, mientras yo fuí el Ministro de Economía. Entonces tratamos de evitar la destrucción del Crédito Público. En la actualidad, pareciera que quieren terminar de destruirlo.

La miopía fiscal de muchos macroeconomistas

Es común leer en los informes que preparan muchos analistas económicos una muy buena novedad de la Economía Argentina post-convertibilidad: habría dejado de tener el déficit fiscal estructural que existió en las décadas anteriores.

Esta creencia, bastante generalizada entre los macroeconomistas que siguen las cuentas fiscales publicadas por la Secretaría de Hacienda es equivocada. La errónea percepción de la situación fiscal desde 2002 en adelante, se debe a una aguda «miopía fiscal». De tanto mirar los números publicados por el Gobierno, dejan de observar cómo evolucionan las normas y decisiones que predeterminan, las más de las veces con mucha antelación, niveles excesivos de gastos; al mismo tiempo que esconden gastos devengados pero no pagados y el verdadero aumento de la deuda pública.

Hace más de un año escribí sobre esta misma cuestión en dos artículos titulados: Las cuentas del Sistema Previsional: un claro ejemplo de Miopía Fiscal y El Déficit futuro de los Fondos Fiduciarios: otro ejemplo de Miopía Fiscal.

La miopía fiscal era muy común en la década del 80, cuando el nivel del gasto público, la magnitud del déficit fiscal y la evolución de la deuda pública eran muy diferentes que lo que mostraban las cifras publicadas por las autoridades. La contabilidad oficial subestimaba significativamente estas tres variables macroeconómicas claves. Por eso, antes de poner en vigencia la Ley de Convertibilidad, yo instruí a la Secretaría de Hacienda que pagara, incluso con emisión monetaria si no había otros recursos, toda la deuda flotante. Y además, enseguida gestionamos y logramos que el Congreso Nacional sancionara La Ley de Consolidación de Pasivos, que permitió saldar, dentro de un marco transparente y controlado, las deudas que no habían sido contabilizadas, pero eran reconocidas por la Justicia ante millones de reclamos legítimos de Jubilados, provincias y proveedores y contratistas del Estado.

Hubo un período durante el cual se eliminó completamente el déficit fiscal estructural de la Economía Argentina. Fue el período de las grandes reformas estructurales: 1991-1996, mientras yo estuve al frente del Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos, encabezando un equipo que contaba con especialistas experimentados en las distintas áreas de responsabilidad del ministerio. Especialistas con capacidad gerencial y con coraje para proponer y ejecutar complejas reformas estructurales. Ellos hicieron cirugía mayor para extirpar los centros de gastos improductivos y generadores de corrupción de la estructura del Estado. Para ello fue muy importante la privatización de las deficitarias e ineficientes empresas del Estado y modificar el Sistema Previsional. Desde la crisis Tequila, estas reformas comenzaron a extenderse al ámbito de las provincias.

Lamentablemente este ímpetu reformador se abandonó a partir de mi renuncia al Ministerio de Economía y Obras y Servicios Públicos, especialmente desde que el Presidente Menem y el entonces Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, comenzaron a competir por la candidatura presidencial del Partido Justicialista, para la elección de 1999. El nuevo Ministro de Economía y Obras y Servicios Públicos, Roque Fernández, no advirtió que derogar el decreto que prohibía a las provincias utilizar los recursos de Coparticipación Federal de Impuestos como garantía de endeudamiento con el Sistema Bancario Argentino, habría las puertas del descontrol del gasto público provincial e interrumpiría el proceso de reformas estructurales que habían comprometido las provincias al recibir auxilio financiero para superar la crisis Tequila. Además la Economía Argentina aún no estaba en condiciones de navegar con piloto automático. Faltaban muchas reformas para hacer duradero el equilibrio fiscal y terminar de extirpar la ineficiencia y la corrupción en muchas áreas no reformadas del Estado.

Esta es la razón por la que la Economía Argentina, entre 1997 y 2001, volvió a tener un déficit fiscal estructural que, al menos esta vez, no fue escondido con omisiones contables. Las cifras reflejaron aumentos significativos en el nivel del gasto público, en la magnitud del déficit fiscal y en la evolución de la Deuda Pública.

Desde 2002 en adelante, muchos macroeconomistas creen que los gobiernos de Duhalde y de los Kirchner han tomado conciencia de la necesidad de controlar el gasto público, mantener un superávit fiscal y no aumentar la deuda pública. Craso error.

El Ajuste fiscal de 2002 fue feroz e injusto y además se implementó a través de medidas que reintrodujeron la peor enfermedad de la Economía Argentina pre-convertibilidad: la inflación. El dólar alto, que se predicaba como herramienta para promover el crecimiento de la actividad productiva privada, fue un mecanismo para gravar de manera alevosa e insostenible, a las actividades más eficientes del país, desestimulando la inversión en los sectores en los que ésta hubiera sido más productiva.

Los gravámenes fueron explícitos, como las retenciones a las exportaciones,  el impuesto a las transacciones financieras no deducibles de IVA  y la eliminación de la deducción de aportes patronales del IVA  que contemplaban los planes de competitividad; o fueron implícitos, como la virtual expropiación del capital invertido en los sectores de infraestructura a través del congelamiento de tarifas. Pero fueron y, lamentablemente continúan siendo, gravámenes no sólo distorsivos sino verdaderamente confiscatorios.

Por el lado del Gasto, éstos aumentaron hasta niveles que superan en casi 5 % del PBI a los ya excesivos del período 1997-2001. Y no se están contabilizando gastos y déficits de los fondos fiduciarios y del Sistema Previsional, simplemente porque se los esconde o no se están pagando, por incumplimiento de las leyes en vigencia. Por consiguiente la verdadera deuda pública aumenta más de lo que dicen las estadística que se publican.

Ya se están observando también la típica postergación de pagos a proveedores y contratistas de las épocas en las que se trata de mostrar resultados de caja mejores que los que reflejaría una contabilidad transparente. Por supuesto, no se publica la evolución de la deuda flotante; pero los anuncios de paralización de obras públicas por falta de pago, son una clara evidencia de que esa deuda existe y es importante.

El panorama fiscal es grave, no sólo porque comienza a existir nuevamente el déficit fiscal, sino, sobre todo, porque se trata de un déficit estructural, que va a condicionar el funcionamiento de la economía por muchos años. Esta triste realidad sólo comenzará a cambiar cuando un futuro gobierno se anime a hacer lo que hicimos entre 1991 y 1996. Claro que eso sólo será posible si el gobierno cuenta con la convicción y el apoyo popular con que contó el gobierno de Menem en aquel período. Algo que no es fácil de conseguir.

Para los que creen que la tarea de los futuros gobiernos, o de éste, si decidiera comenzar a gobernar con seriedad, es sencilla, los invito a comparar  la Economía Argentina post convertibilidad con la de la década de los Ochentas. Si observan bien, la única diferencia entre la economía de aquellos años y la que tenemos ahora, es la bendición que significan los términos del intercambio y la calidad de la infraestructura que se creó en los años 90. En todos los demás aspectos, particularmente los que tienen que ver con la organización de nuestra economía, estamos tan mal como en los años 80.