Quienes asesoran a Macri se equivocan cuando equiparan la crisis del 2015 a la del 2001

Me alarmó ver a Macri por televisión, diciendo en Formosa, que él evitó que al asumir su gobierno explotara una crisis como la del 2001. Me preocupó porque obviamente no se refería a la crisis política del 2001, sino a la crisis financiera  que la mayoría de los economistas y prácticamente toda la clase política populista, atribuye, equivocadamente, a la convertibilidad y a las reformas económicas de los 90s.

Y me preocupó más, porque la crisis que él heredó del Kirchnerismo, es exactamente la antítesis de la crisis financiera del 2001. Pero al mismo tiempo, si Macri no logra disminuir suficientemente el déficit fiscal en lo que resta de este año y del año próximo, quien tenga que gobernar a partir de 2020, incluso el mismo Macri, si es reelecto, va a tener que lidiar con una crisis muy parecida, e incluso más grave,  que la del 2001.

Y, lo que más me alarma, es que Duhalde ha dicho que él, o alguien como él, tendrá que aplicar en el 2020 la «solución», tan bien descrita por Fernando Iglesias, que «el piloto de tormentas autogeneradas», como lo llama Jorge Asis,  aplicó en el 2002.

La crisis del 2015 era de naturaleza opuesta a la del 2001. Me voy a detener en este punto, porque quien le ha recomendado a Macri hacer esta declaración, en la lógica comunicacional de diferenciarlo de los 90s, le puede terminar causando un gran daño a su gobierno.

La crisis del 2015, heredada por el gobierno de Macri, se parece mucho a la crisis de 1974-mayo de 1975, que terminó explotando en el Rodrigazo, o a la crisis de 1988-abril 1989, que terminó explotando en la hiperinflación de 1989 y 1990. En todo caso, el mérito que Macri puede reclamar es el de haber evitado una explosión inflacionaria como la de 1975 o la de 1989.

Estas dos crisis (como de la que Perón pudo manejar con menos consecuencias explosivas inmediatas en 1949, al final de la experiencia ultra-populista de los años en que Miranda era el zar de la economía), se produjeron por el aumento exagerado del gasto público, del déficit fiscal financiado con emisión y con inflación reprimida por controles de precios, controles de cambio y atrasos tarifarios.

Los desequilibrios más importantes de las crisis de 1949, 1975 y 1989 tenían que ver con la economía real (no financiera). Se trataba de una economía cerrada que había acumulado cuellos de botella en los sectores de infraestructura por falta de inversión, y en cuyos mercados de bienes y servicios, el gobierno intervenía discrecionalmente, con controles de precios, subsidios e impuestos distorsivos. Había controles de cambio y una gran brecha en la cotización del mercado paralelo y el mercado oficial. Por supuesto, el nivel del gasto público como porcentaje del PBI y los déficits fiscales primarios, eran enormes. Fueron crisis fiscales e inflacionarias con una gran cantidad de cuellos de botella y distorsiones creadas por el intervencionismo estatal discrecional.

La crisis del 2001 fue diferente. Estuvo precedida por 10 años de estabilidad de precios, sin ningún tipo de control de cambios ni de precios, y con una economía totalmente abierta. sin cuellos de botella en los sectores de infraestructura, sino todo lo contrario: había amplia capacidad instalada en todos los sectores. El nivel del gasto público como porcentaje del producto era mucho más bajo que en las crisis anteriores y el déficit fiscal primario, en el peor momento, no excedió del 1% del PBI.

Existió una crisis fiscal, pero originada no en un aumento desmedido del gasto público primario, sino en el endeudamiento de la Nación y su alto costo financiero, que comenzó en 1995 por la caída de la recaudación asociada a la crisis Tequila, y se acentuó entre 1997 y 1999, aún cuando la recaudación se recuperó.  La causa de la acentuación fue el endeudamiento muy imprudente de las provincias con el sistema bancario local, entre 1997 y 2001, con garantía de coparticipación federal de impuestos y a tasas flotantes, BADLAR mas 700 puntos básicos.

Se trató de una crisis deflacionaria, porque la fortaleza que tenía el Dólar en aquella época provocó también una fuerte apreciación del Peso en un momento de fuerte caída de los precios de exportación de los productos argentinos. La deflación hizo más duradera la recesión. A la convertibilidad con tipo de cambio fijo se le puede achacar la responsabilidad por la deflación, que prolongó la recesión iniciada a fines de 1998, pero no por la crisis financiera.

La crisis financiera, que es el tipo de crisis que se tornó muy complicada en 2001, tuvo su origen en el endeudamiento excesivo a altas tasas reales de interés, especialmente las pagadas por las provincias al sistema bancario local. Obviamente, la única solución razonable para esta crisis era dejar flotar el Peso sin abandonar la convertibilidad (es decir sin pesificar compulsivamente los depósitos y préstamos en dólares), luego de reestructurar ordenadamente los pasivos para reducir la factura de intereses de la Nación y de las provincias y remover todos los vencimientos a corto plazo de la deuda pública.  De esa forma, la depreciación del Peso, que seguiría a la libre flotación y que era necesaria para sacar al país de la deflación, no agravaría la crisis financiera.

Lamentablemente, esta solución, que estaba en marcha en diciembre de 2001, fue interrumpida por el golpe institucional que removió a De la Rúa y la «solución» que la Unión Industrial de entonces, liderada por De Mendiguren, le vendió a Duhalde, provocó el agravamiento de la crisis en 2002, abriendo la puerta nuevamente a la inflación y al populismo.

Esta vuelta al populismo aislacionista, llegó a su máxima expresión con Cristina Kirchner y Kicillof luego de varios años en los que el boom de la soja y otros productos de exportación, permitieran esconder la basura debajo de la alfombra.

Quienes asesoran a Macri en materia de comunicación y le ayudan a armar su discurso económico, hacen muy mal en no advertir con claridad la naturaleza del peligro que enfrentaron al final de 2015 y en confundir a la gente diciendo que evitaron una crisis como la del 2001. Este error puede llegar a ser fatal.

Aún removiendo controles ineficientes, unificando el mercado cambiario, actualizando las tarifas y reduciendo los subsidios a las empresas prestadoras, y consiguiendo inversiones en sectores de infraestructura para eliminar cuellos de botella, si no logran bajar el gasto público, eliminar impuestos distorsivos y reducir significativamente el déficit fiscal,  pueden terminar en una crisis financiera peor que la del 2001.

Este riesgo existe porque el control de la emisión monetaria y las altas tasas reales de interés que necesitarán aplicar para luchar contra la inflación, en dos o tres años pueden generar una crisis financiera como la del 2001, que, además, puede verse  agravada si la inercia inflacionaria heredada del gobierno de los Kirchner, siguiera sin resolverse.

Los políticos a los que le interesa gobernar luego de crisis financieras que permiten echarle la culpa al gobierno anterior de las medidas violatorias de todos los derechos de propiedad que ellos se deleitan en adoptar (default, tanto de la deuda externa como de la deuda interna), como ocurrió en 2002, se entusiasman con al idea de que pueden llegar al poder por fracaso del gobierno de Macri.

Es una pena que los economistas profesionales, muy bien formados, que integran el gobierno, se ilusionen con que el tipo de cambio flotante será el reaseguro contra una crisis financiera como la del 2001. Ellos, hasta hace muy poco, creían que la apreciación exagerada del peso en términos reales era siempre fruto del tipo de cambio fijo. Ahora, que se han dado cuenta que un alto déficit fiscal combinado con política monetaria restrictiva provocan apreciación real del Peso, incluso mayor y más temprana que en las épocas del tipo de cambio fijo, deberían advertir que el tipo de cambio flotante no los va a vacunar contra una crisis financiera.

Tendrían que advertir que Estados Unidos, que tiene el más flotante de todos los regímenes cambiarios imaginable, sufrió en 2008 una enorme crisis financiera, incluso más grave que la de Argentina 2001, debido a los préstamos imprudentes que se dieron a quienes se endeudaban con hipotecas inmobiliarias, que luego no iban a poder afrontar. Las hipotecas sub-prime de los bancos estadounidenses fueron el equivalente a los préstamos a las provincias de los bancos argentinos entre 1997 y 2001.

Todas las crisis financieras suceden porque aumenta demasiado el endeudamiento, público o privado, a tasas reales de interés muy elevadas. El régimen cambiario tiene poco que ver con las crisis financieras. Sí tiene que ver con las explosiones inflacionarias que siguen a las crisis financieras. Porque cuando llega un régimen populista, la tentación de emitir dinero sin límite para resolver cualquier tipo de crisis, es muy alta.

 

En ausencia de un plan de estabilización y desarrollo, es imprescindible que, al menos, el gobierno defina una política cambiaria y concentre el esfuerzo en frenar el aumento del gasto público

En materia económica, el gobierno aparece como desorientado. La gente también. Esto era previsible ante la ausencia de un plan de estabilización y desarrollo explícito, bien explicado y gestionado con perseverancia y coraje.

Yo creí, a lo largo de todo el año 2017, que luego de las elecciones parlamentarias y con la experiencia de dos años de gestión, el gobierno de Macri anunciaría un plan y designaría un líder del equipo económico, encargado no sólo de coordinar las decisiones de los ministros y secretarios sino también del Banco Central y de los bancos oficiales. Ese plan contemplaría reformas impositivas, del aparato estatal y de las regulaciones, implementadas a un ritmo capaz de convencer a los agentes económicos que se trata de reformas inexorables, por las que el gobierno trabajaría con tesón, contra viento y marea. El primer discurso posterior a la elección, en el CCK, el Presidente Macri pareció insinuar que iban por ese camino. Pero, hoy por hoy, parece que no será así.

Frente a este panorama y si fuera cierto que el gobierno decidió postergar para un segundo mandato el lanzamiento de un plan completo de Estabilización y Desarrollo, la única alternativa que queda para que el gobierno de Macri no termine en una frustración económica, es que, al menos, concentre sus esfuerzos en dos frentes cruciales: a) contener el crecimiento del gasto público para que no exceda los límites aprobados en el presupuesto de 2018 y b) explicitar la política monetaria-cambiaria, de tal forma de reducir la incertidumbre sobre el precio futuro del dólar y eliminar la volatilidad de su precio en el mercado de contado (“spot”, en la jerga financiera).

El Banco Central debe continuar con la reducción de la tasa de LEBACs y tender a eliminar este mal instrumento de su bagaje de herramientas. Ningún banco central de economías bien organizadas emite deuda remunerada para colocar fuera del sistema bancario en competencia con la emisión de deuda pública y privada. Como contrapartida de la emisión monetaria por cancelación de LEBACs, tendrá que absorber dinero vendiendo reservas toda vez que el precio del dólar tienda a subir más de un centavo por día, mientras la meta de inflación sea del 15% anual.

Si algún evento externo demanda un salto cambiario, el Banco Central tendrá que permitirlo, pero explicando claramente por qué lo hace y señalando que su objetivo no es sorprender a los ahorristas y mucho menos, licuar pasivos en pesos. Los argentinos intuyen que los problemas económicos, en particular los asociados al endeudamiento ´privado y público, siempre se terminan resolviendo con una fuerte devaluación y una explosión inflacionaria, es decir, con un default de la deuda interna, normalmente acompañado del default de la deuda externa. Para colmo, los mismos voceros de la supuesta “solución” instrumentada en enero de 2002, Eduardo Duhalde e Ignacio de Mendiguren, ya están pregonando que el mismo tipo de solución habrá que aplicar a la crisis que se estaría gestando en la actualidad.

La tasa de inflación sigue fluctuando alrededor del promedio observado desde julio de 2017. Parece insensible a la tasa de LEBACs

La tasa de inflación de los precios libres no aumentó en febrero. Por el contrario, está terminando el mes con un descenso a 1,5% mensual desde un 2% en el mes de enero (Gráfico 1).

La tasa de inflación IPC medida por el INDEC, mucho más alta, refleja el efecto de los ajustes de precios regulados, tal como se observó en diciembre, se viene observando en febrero y, seguramente, se seguirá observando hasta el mes de abril, incluido. En el Gráfico 2 comparamos las distintas tasas de inflación. La cifra estimada para la inflación IPC en febrero según fuentes privadas llegará al 2,5% mensual a causa de los aumentos de los precios regulados.

A estos aumentos de la tasa de inflación originados en el ajuste de las tarifas de servicios públicos que aún están atrasadas, no los puede contener el aumento de la tasa de interés pagada por las LEBACs. En todo caso, las podría neutralizar, en parte, una contracción del crédito bancario al sector privado, pero sólo con un costo recesivo significativo. Por consiguiente, la mejor política es dejar que los ajustes remanentes de precios regulados se produzcan cuanto antes y los subsidios económicos queden reducidos a un mínimo, o, mucho mejor, desaparezcan.

La tasa de inflación se encaminará hacia la meta del 15% anual cuando hayan terminado los ajustes tarifarios por arriba de ese ritmo. Mientras tanto, es crucial que los ajustes salariales se ubiquen en el entorno del 15% y, si para llegar a acuerdos es necesario aceptar una cláusula gatillo anual, es razonable que se la acepte.

El alto déficit en cuenta corriente, el estancamiento de las exportaciones, el déficit fiscal y la baja inversión no tienen solución monetaria-cambiaria. Sólo se resolverán con reformas organizativas y estructurales.

Por el momento, el gobierno sólo intenta tímidas reformas parciales, soluciones caso por caso sin estrategias claras y anuncios sobre reformas legislativas que luego se postergan o se minimizan.

La eliminación de impuestos distorsivos, las privatizaciones en condiciones de competencia y transparencia, la apertura de la economía, la reducción del empleo público improductivo, el enfoque no clientelista de la política social que impida abusos e injusticias, no parecen ser ideas fuerzas que el gobierno esté dispuesto a adoptar. Está demasiado condicionado por su temor a que sus reformas se identifiquen con las de los 90s. Una lástima, porque aquellas reformas permitieron que, por ocho años, Argentina consiguiera avances importantes en todos los frentes. Y, lamentablemente, cuando el endeudamiento excesivo, la desaparición del espíritu reformador y las estrategias electorales se antepusieron a la buena gestión gubernamental, el proceso comenzó a estancarse y finalmente se revirtió con decisiones que supusieron un regreso a las peores prácticas de manejo económico del pasado.

No pierdo la esperanza de que algún equipo, dentro o fuera del gobierno, pero que quiera no desaprovechar la oportunidad de progreso que significa el gobierno de Macri, trabaje en la formulación de un plan que reciba todo el respaldo del presidente y sea implementado con convicción y coraje antes de que sea demasiado tarde. Que en el 2020 se reedite el 2002 de Duhalde, De Mendiguren y compañía, sería una nueva tragedia para Argentina.