Primera nota.
Desde el 27 de noviembre al 4 de Diciembre estuve en Colombia: cuatro días en Bogotá y dos en Medellín. Hice todas las visitas a personas e instituciones que me sugirió mi buen amigo Rodrigo Botero, quien mientras caminamos por la ribera del Río Charles y las centenarias callejuelas de Harvard, me fue instruyendo sobre aspectos de la historia y el presente de Colombia que, a pesar de mis lecturas, yo desconocía. Aprendizaje, el mío, que complementé con la lectura regular de sus artículos en "El Colombiano", el prestigioso diario de Medellín.
Yo había estado varias veces en Bogotá, pero siempre en viajes oficiales que son cortos y abarrotados de reuniones o por unas pocas horas, como para dar una conferencia y volver a a partir. Mi primer viaje lo había hecho como Canciller de la Argentina en 1990 y había llegado al aeropuerto de Bogotá pocas horas después que fuera asesinado Carlos Pizarro, el último líder del M-19 y por entonces candidato a la Presidencia de la Nación. Mi último viaje anterior había sido en 1997, en el ocaso del gobierno de Samper, cuando aún se debatían las acusaciones de aportes del narcotráfico a su campaña electoral y la violencia y la inseguridad seguían llenando las páginas de los diarios.
Mi primera impresión al pisar nuevamente suelo Colombiano y recorrer las calles de Bogotá en camino al Banco de la República, en pleno centro histórico, fue el de una sensación de orden y seguridad absolutamente diferente a la que recordaba de mis viajes anteriores. Un logro de valor incalculable del Gobierno del Presidente Alvaro Uribe sobre el que había tenido ya la oportunidad de leer en los medios de comunicación, pero que ahora comenzaba a vivir en forma personal, muy diferente a la sensación que había experimentado en mis viajes anteriores.
Esta sensación se fue acentuando a lo largo de los días de mi visita, particularmente cuando recorrí Medellín y sus alrededores. Quedé asombrado por el contraste con la imagen que aún mucha gente tiene de esa ciudad, a la que asocian con los eventos violentos de la época en que la provincia de Antioquia estuvo azotada por los carteles de la droga, las formaciones de la FARC y los paramilitares.
A medida que los amigos que me guiaron en la recorrida iban describiendo a las instituciones y a la gente de Antioquia, mis sentidos eran impactados no sólo por la belleza de su geografía y las manifestaciones de su cultura, sino también por las múltiples evidencias de una síntesis muy positiva entre el espíritu emprendedor de su población y la capacidad asociativa de su dirigencia. Percibí de inmediato el realismo de la descripción que unos días antes había leído en un artículo de Rodrigo Botero, titulado precisamente La Hora de Medellín.
En las próximas notas voy a explayarme sobre el gran avance que la Colombia actual ha logrado en materia de instituciones sociales y económicas en comparación con Venezuela y Ecuador, las dos naciones con las que compartía el espacio económico y político de la Gran Colombia en las épocas de Simón Bolívar. Espacio que ahora se está desintegrando peligrosamente, tanto en lo político como en lo económico.
Este tema es muy relevante para la Argentina, que en lugar de tratar de imitar a Colombia en sus rasgos organizacionales comete el dislate de seguir el camino de la Venezuela de Chávez y del Ecuador de Correa. Y a diferencia de estos dos casos, me refiero a Colombia como Nación y no a la Colombia de Uribe, para destacar que Colombia tiene precisamente un Presidente como Uribe, tan diferente a Chávez y Correa, porque es una Nación bien organizada, con instituciones fuertes y con una gran vocación de búsqueda de consensos democráticos, aún para emprender luchas tan difíciles como las que enfrentan a sus fuerzas armadas con las mafias del narcotráfico, las FARC y las bandas paramilitares.
En esta primera nota quiero destacar que la democracia colombiana está ganando todas esas guerras y avanza aceleradamente hacia la paz y la reconciliación.
Una de las entrevistas que me conmovió es la que por más de dos horas mantuve con Eduardo Pizarro, el Presidente de la Comisión de Paz y Reconciliación, hermano del candidato Presidencial asesinado en 1989, precisamente unas pocas horas antes de mi primer visita a Colombia como Canciller de la Argentina.
Eduardo Pizarro, un sociólogo por formación y pacifista por convicción, características que se perciben en cada uno de sus gestos y palabras, me explicó con lujo de detalles los múltiples esfuerzos y programas enderezados a ayudar a miles de familiares de las víctimas y a millones de familias que debieron dejar sus tierras y propiedades en las regiones en conflicto para refugiarse en otras áreas de su país. Estos programas se financian con el producido de la realización de los bienes confiscados a los jefes narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares.
Uno de los inconvenientes que impiden un avance rápido en la implementación de las soluciones es la protección que los propietarios de los bienes confiscados buscan a través de mecanismos judiciales que pueden accionar en Colombia quienes sienten amenazados sus derechos de propiedad. A pesar de la falta de razón de estos reclamos, al Gobierno Colombiano no se le ocurre violar la independencia del Poder Judicial, ni siquiera para agilizar estos actos de disposición de bienes mal-habidos.
Un abismal contraste con la impudicia con la que en países como Venezuela y Argentina, se pone presión sobre la justicia para que ésta no haga lugar a la defensa de la propiedad de bienes arbitrariamente confiscados por sus gobiernos. Esta gran diferencia es una prueba cabal de que la búsqueda de la Seguridad y la Justicia a través de la Democracia y la República, no es un eslogan propagandístico sino una realidad colombiana.
También me conmovió escuchar la prudencia y ecuanimidad con la que el Ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, un funcionario de larga experiencia con el que me une una antigua amistad, desde que ambos éramos ministros, él de Comercio en Colombia y yo de Economía en la Argentina, me explicó, en una distendida conversación, la remoción de 27 altos oficiales del Ejército Colombiano. Esta decisión, difícil desde cualquier ángulo que se la mire, se adoptó para permitir la investigación sin restricciones de las responsabilidades operativas en relación a los casos de jóvenes secuestrados en Bogotá y contabilizados como guerrilleros muertos en combate, aberrante violación de los derechos humanos de la población no beligerante, conocido como el caso de los "falsos positivos".
La Democracia Colombiana, cuando constata la existencia de esos delitos, lejos de encubrirlos, crea las condiciones para que la Justicia los castigue sin que el estado de beligerancia imponga ninguna excusa ni amparo. Otro ejemplo del significado sincero del concepto de "Seguridad Democrática" con que el Estado Colombiano enfrenta a las fuerzas de la narco-guerrilla, en claro contraste con la mayor parte de las confrontaciones entre las fuerzas regulares y los movimientos guerrilleros que se dieron en el pasado en otras naciones de América Latina.