Por Domingo Cavallo, publicado en La Nación el viernes 4 de diciembe de 2009.
La experiencia del último cuarto de siglo me ha convencido que el principal problema de la Argentina del Bicentenario es la falta de Progreso. Una Nación no progresa si las crisis inevitables que siguen a los períodos de crecimiento conducen a formas retrógradas de organización política, económica y social.
En la década del 90 crecimos a buen ritmo durante un período de ocho años, con una sola interrupción corta en el año de la crisis mejicana. Luego vivimos una larga crisis propia que duró cuatro años. Desde 2003 en adelante, de acuerdo a las estadísticas oficiales, el PBI creció a tasas chinas por un período mas largo que en cualquier otro momento de nuestra historia. Sin embargo hoy, cuando la crisis global nos ha afectado mucho menos que a otras naciones, entre la mayoría de los argentinos reina la desazón y la desesperanza, mientras que en aquellas otras naciones hay entusiasmo y optimismo. La diferencia está, precisamente, en que en aquellas hay Progreso mientras que en nuestra Nación hay regresión institucional y desconcierto.
Hacia 1910, cuando conmemoró el Centenario, Argentina integraba junto con los Estados Unidos, Canadá y Australia el conjunto de las naciones que mejor habían aprovechado las oportunidades de Progreso que aparecieron durante el proceso de globalización económica liderado, en esa época, por Gran Bretaña.
En triste contraste, en vísperas del Bicentenario, Argentina figura entre las naciones que peor han aprovechado las oportunidades de progreso emergentes del proceso de globalización liderado por los Estados Unidos desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Europa Occidental, Japón, Canadá y Australia desde los 50s; Corea, Taiwán, Singapur y Hong Kong, desde los 60s; China y Chile desde fines de los 70s; India, el resto de los países asiáticos, los países de Europa Central y Oriental, Brasil, México, Colombia y Perú desde los 90s, tuvieron, por lejos, un desempeño muy superior al de nuestro país.
Si queremos que el tercer siglo de nuestra vida como Nación nos vuelva a ubicar entre aquellas capaces de aprovechar con éxito las oportunidades de Progreso que ofrecerá la evolución futura del mundo, es muy importante descubrir cuales fueron las razones del éxito en el primer siglo y del fracaso en el segundo.
Hasta hace doscientos años las condiciones de vida de la población mundial habían cambiado muy lentamente. El progreso económico y social mucho más rápido que se observó durante los dos últimos siglos tuvo como motor la innovación tecnológica que comenzó con la denominada revolución industrial en Gran Bretaña y se aceleró con el desarrollo científico y tecnológico que lideraron las universidades y centros de investigación científica en interacción con las empresas pioneras, creadas por inventores geniales o que invirtieron tempranamente en investigación y desarrollo. Pero la mayor velocidad con que se difundieron estas innovaciones se debió al fenómeno de la globalización.
Los procesos de globalización, caracterizados por fluidos movimientos de información, personas y capitales permitieron que la innovación tecnológica cruzara las fronteras y se implementara no sólo en las economías que las originaban sino en todas aquellas en las que se crearon condiciones favorables para la inversión en capital físico y humano, ingredientes indispensables para hacer posible la adopción de las tecnologías más avanzadas en todos los órdenes de la vida económica y social. Las guerras y las crisis económicas y financieras significaron pausas y retrocesos, pero la humanidad siguió progresando tan pronto se reestableció la paz y se superaron los crisis.
Durante la segunda mitad de nuestro primer siglo de vida, la organización nacional, inspirada por Alberdi e implementada por Urquiza, Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Roca y los estadistas que los sucedieron, abrió nuestra joven nación a las personas y capitales que buscaban nuevos espacios económicos y sociales para afincarse y desarrollarse. Con ellos llegaron las tecnologías que se sumaron a las creadas en nuestras incipientes universidades, escuelas técnicas y establecimientos agropecuarios e industriales. El énfasis puesto en la educación popular y el clima de libertad y de respeto a la ley que se fue acentuando con el paso de las décadas, permitió un ritmo de progreso que hacia nuestro centenario provocaba la admiración del Mundo.
En claro contraste con esta experiencia exitosa, cuando comenzaron a prevalecer ideas aislacionistas y antiliberales contrarias al espíritu de la Constitución Nacional, desde la década del 30, la sociedad argentina comenzó a quedar rezagada con respecto a las de muchas otras naciones que modernizaron a ritmo rápido sus estructuras productivas y perfeccionaron sus instituciones sociales. En otros términos, nuestras mentes y nuestras fronteras se cerraron al influjo de las corrientes de pensamiento e innovaciones tecnológicas que hicieron progresar al Mundo. Al mismo tiempo, la falta de competencia y estímulos, fue adormeciendo el espíritu creador y emprendedor de nuestros jóvenes.
Las dos últimas décadas volvieron a repetir casi como un espejo embrujado este repliegue de la historia de los dos primeros siglos de nuestra vida como Nación. Durante la década del 90 comenzamos a revertir nuestro aislamiento internacional y creamos condiciones para que la inversión interna y externa permitiera un rápido proceso de modernización de nuestras estructuras productivas. La buena relación de Argentina con el Mundo y el respeto de las normas internacionales, rindió sus frutos no sólo en términos de crecimiento económico y erradicación de la inflación sino también en términos políticos. Argentina ingresó al Grupo de los 20, un ámbito de coordinación entre los gobiernos de las naciones para asegurar que la globalización permita acentuar el Progreso y supere las crisis inevitables.
El rezago de las reformas sociales y políticas que hubieran sido necesarias para encontrar soluciones superadoras a la crisis económica que se inició en 1999, cuando nuestro país tuvo que soportar condiciones externas muy desfavorables y comenzaron a sentirse los efectos de la insuficiente disciplina fiscal y el excesivo endeudamiento, determinó que la salida de la crisis se lograra, en 2003, con una reversión del proceso de apertura hacia el Mundo y el abandono de las reglas que habían favorecido a la inversión modernizadora de la economía en la década anterior.
Esta regresión no se dio en otros países. Sin ir mas lejos, Brasil, México, Colombia, Perú y Uruguay, que por la misma época habían comenzado a abrir sus economías y a introducir reformas económicas y sociales en la misma dirección, sufrieron crisis no muy diferentes a la nuestra, pero mantuvieron su compromiso con las normas que regulan las relaciones entre naciones y, lejos de revertir, perfeccionaron el clima favorable a la inversión modernizadora.
Esta diferente reacción frente a las dificultades que casi siempre enfrentan los procesos nacionales de apertura y modernización, explica la gran diferencia que existe hoy en el estado de ánimo de los ciudadanos de estos dos grupos de naciones. Mientras en Brasil, México, Colombia, Perú y Uruguay reina el optimismo y la esperanza de un futuro mejor, en Argentina cunde el pesimismo y la desesperanza.
Resulta paradójico que en casi todos aquellos países el efecto negativo de la crisis global iniciada en los Estados Unidos en 2008 fue mucho más fuerte que en Argentina y, sin embargo, ahora que ha comenzado la recuperación de la economía global, los países que se mantuvieron abiertos y con reglas amistosas hacia la inversión, avizoran nuevamente un futuro de progreso, mientras que en nuestro caso ocurre lo contrario. Se manifiesta un angustiante estado de desorganización económica y social, al que se suma el evidente desafecto y desinterés de naciones y organizaciones que antes nos buscaban como socios o aliados y ahora, cuanto menos, nos ignoran. Hasta se han escuchado opiniones que objetan nuestra silla en el Grupo de los 20.
Doscientos años de historia, rica en contrastes y experiencias de todo tipo y susceptible de ser comparada con la de muchas naciones que enfrentaron desafíos semejantes, deberían ser suficientes para ayudarnos a identificar el camino que puede devolver progreso para nuestro pueblo y el respeto y la amistad del resto del mundo.
El daño que nos ha causado el abandono de los principios de nuestra Constitución Nacional, que significó pasar de ser una sociedad abierta y libre a otra encerrada y atemorizada por la arbitrariedad, la falta de transparencia y la inseguridad física y jurídica, es inconmensurable, pero no es irreversible. Así como en el primer siglo de nuestra vida, la Organización Nacional puesta en marcha en 1853 fue capaz de revertir décadas de anarquía y luchas fraticidas, es posible que el Bicentenario cierre esta etapa regresiva y marque el inicio de un nuevo largo período en el que volvamos a ser una sociedad bien organizada, participante respetado de la comunidad de naciones que bregan por la Paz y por el Progreso. Para lograrlo, necesitamos entender las lecciones de nuestra historia y reconstruir un Consenso para el Progreso.