El artículo titulado «EEUU corre el riesgo de ser otra Argentina» firmado por Paul Krugman y publicado por La Nación el 4 de enero de 2004, que el prestigioso matutino reprodujo ayer, sirve para entender algunos aspectos muy importantes de Krugman y sus opiniones sobre la Argentina y los Estados Unidos.
Sobre nuestro país la opinión de Krugman es muy clara. Dice textualmente: «La Argentina retuvo la confianza de los inversores internacionales casi hasta el fin de los noventa. Los analistas le restaban importancia a sus grandes déficit fiscal y comercial; insistían en que las políticas favorables a las empresas y el libre mercado permitirían al país superar todo eso con crecimiento. Pero cuando la confianza se hundió, ese optimismo se demostró tonto.» No habla de que la convertibilidad fue un disparate, como acaba de afirmar Javier Gonzalez Fraga. Critica la presencia de grandes déficit fiscal y comercial, algo que tiene que ver con el exceso de gasto público y privado y no con un supuesto déficit keynesiano de demanda efectiva. Mas bien sugiere lo mismo que vine sosteniendo yo desde 1997 en adelante: que las provincias estaban gastando demasiado y que el financiamiento que le proveían los bancos se basaba en un falso optimismo.
Por supuesto que haber abandonado el tipo de cambio fijo en 1997, como yo lo he sostenido reiteradamente, hubiera impedido que se produjera la fuerte entrada de capitales de ese año y el primer semestre de 1998, cuando los fondos que se iban de Asia, asustados por la crisis de aquella región, venían precisamente a la Argentina, que había superado con éxito el efecto contagio de la Crisis Tequila. En ese momento se podría haber ido a la libre flotación y ello hubiera determinado no una devaluación del Peso sino una apreciación, como ocurre cuando hay fuerte entrada de capitales. La apreciación tiene la virtud de evitar que entren capitales de corto plazo, porque al apreciarse la moneda, se desalienta la entrada de esos capitales: los dólares se convierten en menos pesos y aumenta el riesgo de que cuando los quieran sacar tengan que pagar por los dólares un precio mayor. De haberse dejado flotar la moneda y de haberse pasado al régimen de convertibilidad flotante, al que yo me he referido muchas veces en este sitio, la política monetaria le habría puesto freno al financiamiento abundante para cubrir el gasto provincial y hubiera impuesto una muy necesaria disciplina fiscal, que lamentablemente no existió.
Además, un régimen de convertibilidad flotante habría permitido amortiguar el impacto de la Crisis Rusa y sobre todo de la Crisis Brasilera de 1999, a través de una devaluación del Peso que, lejos de haber consistido en una crisis monetaria, hubiera tenido el mismo efecto que tiene hoy, en Brasil, la devaluación del Real: amortigua el deterioro de los términos del intercambio, pero no provoca pánico ni acelera la inflación. En este sentido yo siempre sostuve, lo mismo que Krugman, que el cambio flotante tiene ventajas en un país sometido a shocks externos de naturaleza real más que a shocks internos de naturaleza monetaria. Pero para que el cambio flotante no conduzca a la hiperinflación se necesita que el país haya conseguido previamente la capacidad de tener una moneda nacional, algo que después de una hiperinflación sólo se consigue con convertibilidad y tipo de cambio fijo. Vuelvo a reiterar a todos los que aún no los hayan leído, que estos conceptos están explicados en detalle en dos de mis artículos: «La calidad del dinero» y «Régimen monetario y políticas cambiarias«.
Todo lo que dice Javier Gonzalez Fraga sobre Krugman y la convertibilidad, demuestra que el ex Presidente del Banco Central no conoce a Krugman y nunca habló largamente con él. Yo si lo hice, desde hace 35 años, porque ambos fuimos alumnos de Rudiger Dornbush y Stanley Fisher cuando él era estudiante en MIT y yo en Harvard. Mientras fui Ministro de Economía hablé con él no menos de 20 veces. Yo sugerí que lo invitaran en 1994 a hablar en la convención de Bancos en la que no habló en contra de la convertibilidad, sino todo lo contrario. En aquella oportunidad comparó las experiencias de América Latina y de Asia, señalando que éstas últimas tenían menos propensión a las crisis y más crecimiento por tener tasas de ahorro más elevadas y mejores índices de aumento de la productividad, opinión que tuvo que revertir tres años después, cuando la crisis de las economías asiáticas probó ser más grave que las que hasta ese momento habían enfrentado los países de América Latina en los primeros seis años de los 90s.
Cuando yo dejé el Ministerio de Economía, en 1996, seguí hablando con Krugman y discutiendo la situación de Argentina no menos de tres veces al año, dado que ambos integramos el Grupo de los 30 y siempre participamos en sus reuniones plenarias.
En la única oportunidad en la que no coincidimos fue en abril de 2001, cuando él nos visitó para darnos su opinión sobre la conveniencia de salir en ese momento del tipo de cambio fijo. Hablo en plural porque luego de reunirse conmigo y con los principales miembros de mi equipo, fue a verlo al Presidente de la Rúa y le dio su opinión. Yo coincidí con él sobre la necesidad de mejorar el tipo de cambio real para las exportaciones argentinas, pero le pregunté si él consideraba que además de devaluar Argentina debía declarar el default de su deuda. El me contestó con un contundente no. En su opinión, defaultear sería un desastre para nuestro país. Yo le expliqué que como nuestro problema era más una cuestión de desconfianza de los acreedores, incluidos los depositantes en el sistema bancario, que una cuestión de excesivo déficit de la cuenta corriente no podíamos pensar en devaluar mientras no tuviéramos resuelto el problema de la deuda. De otra manera se produciría el mismo desastre que en México a principios de 1995, con el agravante de que Argentina no iba a recibir de Bush el apoyo que Clinton le brindó a aquél país después de la devaluación.
Krugman, como persona muy seria y responsable que es, se fue de la Argentina sin hacer ningún tipo de declaración y sólo en diciembre de 2001, cuando ya estaba claro que el FMI nos había bajado el pulgar, se pronunció públicamente a favor de una devaluación. El desastre que acompañaría a la devaluación en enero de 2002 era exactamente lo que yo le había señalado como riesgo cuando en abril le expliqué porqué pensaba que debíamos mejorar el tipo de cambio real a través de los planes de competitividad y del factor de convergencia, pero no a través de una devaluación traumática. Es sorprendente que hoy Javier Gonzalez Fraga se rasgue las vestiduras presentándose como el que siempre bregó por la devaluación y poniéndose a la par de Krugman, cuando mucha gente debería recordar sus declaraciones a favor de la estrategia que yo había adoptado y explicado en aquella oportunidad. Hay muchos artículos y videos de TV que permitirían a cualquier periodista de investigación constatar que lo que digo sobre Javier Gonzalez Fraga es la pura verdad.
El artículo de Krugman que publicó la Nación en enero de 2004 también es claro respecto a qué tipo de crisis él predecía para la economía norteamericana. Transcribo los párrafos más relevantes: «La inmunidad tradicional de los países avanzados como EE.UU. de crisis financieras al estilo del Tercer Mundo no es un derecho de nacimiento. Los mercados financieros nos dan el beneficio de la duda sólo porque creen en nuestra madurez política, en la disposición de nuestros líderes a hacer lo necesario para reducir déficit, pagando un costo político si fuera necesario. Y en el pasado esa confianza se ha justificado. Hasta Ronald Reagan elevó los impuestos cuando el déficit fiscal se fue por las nubes».
«¿Pero tenemos aún esa clase de madurez? He aquí la frase inicial de un artículo reciente de The New York Times sobre los planes presupuestarios de la administración: «Confrontados con un déficit fiscal record, funcionarios de la administración Bush dicen que han preparado un presupuesto para el año electoral que reducirá el crecimiento del gasto interno sin alienar sectores con influencia política»»
«Si esta clase de irresponsabilidad continúa, los inversores terminarán por concluir que EE.UU. se ha convertido en un país del Tercer Mundo y comenzarán a tratarlo como tal. Y los resultados para la economía de EE.UU. no serán bonitos.»
Obviamente Krugman predecía que los inversores dejarían de confiar en el dólar y se desprenderían de los bonos del Tesoro, de la misma forma que en 2001 habían dejado de confiar en el Peso Argentino y decidieron desprenderse de los bonos del Tesoro Argentino. No es eso lo que pasó en los EEUU. Todo lo contrario, los inversores dejaron de confiar en los deudores del sector privado, nada menos de los que tenían sus deudas garantizadas con hipotecas, un tipo de financiamiento que los políticos demócratas, a los que Krugman elogiaba en ese artículo, nunca habían hablado de restringir. Y es precisamente la confianza en el Tesoro de los Estados Unidos y en los Estados Unidos como Nación, lo que ha llevado a que la gente tome al Dólar y a los títulos públicos americanos como refugios.
Señalo este error de predicción, no para desmerecer a Krugman, sobre suyos méritos académicos no tengo ninguna duda y ha recibido el Premio Nobel de Economía en estricta justicia, sino para que la gente se dé cuenta que en economía, sobre cómo se debe actuar frente a una determinada situación, así como sobre las predicciones de lo que acontecerá en el futuro, siempre se pueden encontrar varias opiniones, muchas veces muy divergentes. Y no es raro de que esas opiniones sean lideradas por economistas que han recibido el Premio Nobel.
Samuelson y Friedman en materia política, las más de las veces, tenían oponiones opuestas. Y los dos recibieron el Premio Nobel. Lo mismo ocurre con Mundell y Stiglitz. Los dos profesores de la Universidad de Columbia y ambos premiados con el Nobel. Casi siempre tienen opiniones divergentes. Y si hoy le preguntan a Phelps (premio Nobel del año pasado) y a Krugman sobre los riesgos futuros de inflación, seguro que escucharíamos predicciones muy distintas entre sí. Al premio se los dan por sus contribuciones científicas, no por sus opiniones políticas.