En el acto aniversario de la asunción de Kicillof, hablaron Cristina Kirchner y Alberto Fernández. Ella expuso su agenda y él la apoyó sin titubeos.
Además del conocido objetivo de la vicepresidenta de someter a la justicia, quedó claro en su discurso que ella desea que el gobierno aplique las políticas de Kicillof del período 2012 a 2015: controles de cambios, controles de precios y congelamiento de las tarifas de los servicios públicos, ahora ampliados para incluir a las telecomunicaciones. Ninguna concesión a los requerimientos del FMI de reducción del gasto público y reformas estructurales. Y, por supuesto, ni hablar de salto devaluatorio en el mercado oficial ni esfuerzos para cerrar la brecha cambiaria.
Al presidente y su ministro de economía sólo les queda rezar para que siga aumentando la soja, que el clima acompañe y haya una buena cosecha; que los gremios que hace 15 días están obstaculizando los embarques de oleaginosas, depongan su actitud. Que, además, a medida que se vaya recuperando la actividad económica, los gremios de los sectores con demanda normalizada no imiten a los aceiteros; y que los gremios de los sectores que sigan deprimidos, no reclamen la continuidad del programa para la asistencia del trabajo y la producción (ATP) con manifestaciones violentas, acompañados por los sectores de la economía ¨popular¨. Estos seguramente reclamarán la continuidad del ingreso familiar de emergencia (IFE) y el resto de los programas sociales con los que se trató de paliar el efecto de la pandemia sobre el empleo y los ingresos familiares.
Todo esto, bajo el supuesto de que el proceso de vacunación pueda llevarse a la práctica con razonable efectividad y estemos asistiendo, como lo ha manifestado el gobierno de la Provincia de Buenos Aires, al ¨principio del fin de la pandemia¨.
El discurso económico del gobierno para la campaña electoral pivoteará sobre la reactivación económica que ya se viene insinuando en los sectores de la industria manufacturera y en la construcción. Describirá a estos índices como avances hacia el crecimiento económico sostenido. Para los sectores del comercio y los servicios que continúen deprimidos, se seguirá atribuyendo el problema a la pandemia y se argumentará que, de no haber sido por la intervención del Estado con los subsidios, el problema hubiera sido peor. Para apoyar este argumento, gran parte de los anuncios de eliminación del IFE y de las ATPs se revertirán, conforme lo insinúan claramente las palabras de la vicepresidenta.
Sobre la inflación, el gobierno dirá que estará contribuyendo a que baje, o que, al menos, no aumente, a través de los controles de precios y la moderación en el ajuste cambiario, como lo hicieron entre 2012 y 2015. Insistirán que el salto del umbral del 25 % de aquellos años al 50% del presente, es consecuencia de las políticas de endeudamiento de Macri.
Por supuesto, el déficit fiscal será olímpicamente ignorado y la emisión monetaria tratará de neutralizarse con la colocación de deuda a tasas mucho más altas que las de las LEBACs de Macri, pero que serán escondidas en operaciones de conversión de las deudas en pesos que vayan venciendo a deudas en dólares y ventas de deudas en dólares que aún están en el activo de la ANSES.
Mi impresión es que el gobierno podrá evitar un descontrol cambiario y una explosión inflacionaria antes de las elecciones de octubre, pero no creo que, si luego de las elecciones no cambia de estrategia económica, pueda evitarlo antes de la elección presidencial de 2023. Este riesgo no es tomado en cuenta por Cristina, porque ella cree que las reformas institucionales que piensa impulsar le permitirán continuar en el poder aún en un contexto de desastre económico.
¿Qué reformas políticas tiene en mente Cristina?
Los analistas políticos argentinos y del exterior que han venido siguiendo las ideas y la praxis de los gobiernos que se enrolaron en el ¨Socialismo del Siglo XXI¨, se preguntan si Cristina Kirchner no tendrá en mente imitar a Hugo Chávez, Evo Morales y Rafael Correa en materia de reformas institucionales y estrategia para controlar y mantener el poder.
En muchas oportunidades Cristina Kirchner manifestó su admiración por los tres ex presidentes, pero siempre se mostró más identificada con el ecuatoriano.
Inspirado en la estrategia venezolana de Hugo Chávez y animado también por la experiencia de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa, apenas elegido presidente de Ecuador en 2007, disolvió el Congreso y convocó a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva constitución. Apenas reunida esa Asamblea, que logró integrar con una amplia mayoría de sus partidarios, llamó a elecciones para elegir a la Asamblea Nacional que reemplazaría al Congreso. Aprobada en un referéndum, la nueva constitución le permitió cambiar la Corte de Justicia, gobernar durante 10 años y elegir a su sucesor.
Le falló la lealtad incondicional que él esperaba de Lenín Moreno, quien decidió imponer su sentido de responsabilidad y negar el apoyo para lograr la impunidad que le demandaba el ex presidente. Tampoco logró que los integrantes de la Corte Nacional de Justicia le siguieran respondiendo cuando dejó la presidencia.
Es probable que cuando decidió postular para presidente a Alberto Fernández, Cristina haya tomado recaudos para asegurarse que el personaje no se le transformaría en un Lenin Moreno. Entre paréntesis, ahora en Ecuador, Rafael Correa, que ya tiene condenas en firme por corrupción, está imitando a Cristina para volver al poder: ha postulado a un candidato, Andrés Arauz, al que planea controlar con más eficacia que a Lenín Moreno. Hace algunas semanas la vicepresidenta recibió a Arauz en su despacho del Senado, lo que pone de manifiesto la cercanía política de Cristina con Correa. No caben dudas de que conversan sobre sus respectivas experiencias, no sólo sobre cómo controlar a quienes promueven a la presidencia, sino sobre los riesgos de que los nuevos jueces, aun habiendo sido designados por ellos, puedan negarse a brindarles impunidad si pierden el poder.