A fines del año pasado llegué a Buenos Aires luego de cuatro meses de ausencia, justo una semana antes de que se cumpliera el décimo aniversario de los trágicos eventos del 19 y 20 de Diciembre de 2001. Venía con una cierta carga de angustia, no muy diferente a la que me había azotado en los últimos meses de aquella crisis, cuando yo era el Ministro de Economía.
Esa angustia no era el resultado de las opiniones y comentarios que en las tres semanas siguientes a mi regreso reflejaría la prensa argentina con motivo del décimo aniversario de aquella tragedia , sino de las vivencias que personalmente había vuelto a experimentar con motivo de un viaje a España y dos visitas a Grecia que había hecho en los intersticios que me dejaron el dictado de clases semanales en la Universidad de Yale. El seminario que dicté en el Master en Relaciones Internacionales de esa Universidad fue precisamente sobre «la dimensión internacional de las crisis financieras».
Tanto en las clases, a los alumnos de Yale, como en España y Grecia, a los funcionarios y personas preocupadas por los acontecimientos en los tres países, les tuve que hablar muchas horas sobre la experiencia de Argentina durante la crisis del 2001. Las preguntas eran siempre las mismas: “¿Cómo se compara lo que está pasando en Europa con lo que ocurrió en su País durante el año 2001?”; “¿Es cierto, como dicen algunos economistas norteamericanos y acentúan Cristina Kirchner y quienes acompañaron a Duhalde en su Gobierno, que la solución de Europa es el default, la pesificación y la devaluación que se decretó en 2002?”
Las invitaciones para visitar estos países surgieron como consecuencia del artículo que en mayo de 2010 escribimos con Joaquín Cottani y que los lectores de este blog ya conocen: «Haciendo que la consolidación fiscal funcione en España, Irlanda, Grecia y Portugal: lecciones de la experiencia Argentina«. Con motivo de estas visitas escribí varios artículos más específicos, tales como «¿Cuán costoso es para España estar en el Euro?» y «Mirando a Grecia en el espejo de la Argentina«.
Por supuesto mis respuestas fueron contundentes: “lo que está pasando en Europa es muy similar a lo que pasó en Argentina en 2000 y 2001. Pero de ninguna manera la solución para el problema de los países en crisis es el default desordenado, el remplazo del Euro por monedas nacionales y la devaluación monetaria. La supuesta «solución» a la Argentina no es otra cosa que la destrucción del orden institucional que les permitió a los países Europeos gozar de un rápido crecimiento, modernizar su infraestructura y sus bases productivas y gozar de estabilidad por más de una década. Y si no lo creen, miren lo que ocurrió en Argentina: a diez años de aquella supuesta “solución” el país expulsa en lugar de atraer capitales para la inversión y la inflación supera el 20 % anual.”
Sigo argumentando: “la devaluación sólo sirvió para crear empleos sobre la base de una reducción muy grande de los salarios reales, mucho mayor que la que en estos momentos está provocando huelgas y reclamos en los países europeos. Con una reducción de salarios nominales mucho más acotada, los países Europeos pueden superar la crisis de empleo. E incluso la reducción de los costos laborales, si se logra con instrumentos fiscales, no necesita significar grandes reducciones en los salarios de bolsillo de los trabajadores.”
Enseguida aparece otra pregunta: “El PBI de Argentina creció a tasas «chinas» desde 2003 en adelante… ¿No es eso muestra suficiente de que el cambio de régimen era necesario?».
Mi respuesta fue y sigue siendo la misma: “el crecimiento de Argentina fue resultado no de la devaluación del Peso sino de la devaluación del Dólar, el mejoramiento inédito de los términos de intercambio gracias al crecimiento de China, la apreciación del Real y, sobre todo, de la formidable capacidad instalada, especialmente en materia energética, de transportes y de comunicaciones que dejaron las inversiones de la década del 90 y que permitieron que haya habido abastecimiento a pesar de la falta de nuevas inversiones a partir de la devaluación. De todo eso, lo único que Europa puede conseguir es que el Euro se deprecie, cosa que depende de la política monetaria del Banco Central Europeo y no de la recreación de monedas nacionales.”
Quizás por la contundencia y pasión con que yo acompañé mis argumentaciones o, más probablemente, porque los razonamientos eran correctos, tuve la sensación de que todos mis interlocutores europeos se convencieron de mis afirmaciones, aunque debo reconocer que en la mayoría de los casos ellos ya habían llegado a la misma conclusión.
A pesar de mi éxito persuasivo, revivir en nuevos escenarios de crisis los acontecimientos de 2001, salí de cada una de esas reuniones y conferencias con la misma angustia y ansiedad con la que salía de las discusiones en Argentina en aquellos agitados meses de 10 años atrás.
No es para menos, porque yo también recordé que hasta noviembre de 2001, en mi País la gente también defendía la convertibilidad y no quería saber nada con las propuestas de devaluación. Y, sin embargo, cuando la falta de apoyo del FMI nos obligó a restringir el retiro de dinero en efectivo, aunque el dinero bancario podía seguir siendo utilizado para todo tipo de pagos, la gente de clase media de Buenos Aires reaccionó de una manera auto-destructiva al manifestarse en contra del Gobierno y abrir las puertas del poder a quienes habían estado agazapados, esperando el momento oportuno para pegarle al bolsillo de los Argentinos el verdadero mazazo: el que vendría con la pesificación y la devaluación. En lugar de 13 % de reducción en los salarios nominales y jubilaciones superiores a 500 dólares mensuales, ellos iban a decretar un 40 % de reducción de todos los salarios reales y las jubilaciones, claro que a través del engaño inflacionario. «Total, la gente sufre de «ilusión monetaria» y los políticos con «habilidad», tienen que aprovecharla.»
Con esta carga de angustia, tuve que soportar los programas de televisión y los artículos de prensa, que describían los acontecimientos de aquellos fatídicos 19 y 20 de diciembre y sus causas con el mismo sesgo interpretativo que los publicitarios de Duhalde y de los endeudados en dólares que se beneficiaban con la pesificación, inventaron a partir de enero de 2002: “ que el ajuste fiscal discutido y aprobado por el Congreso Nacional era injusto y acentuaba la recesión;que la convertibilidad era la causa del problema; que la actitud del FMI era criticable, no porque nos hubiera retaceado el apoyo cuando mas la necesitábamos, sino porque no le habían quitado antes el apoyo a la convertibilidad; que la solución del problema de Argentina vendría de un precio permanentemente alto del Dólar (por supuesto, nunca decían que eso significaba salarios permanentemente bajos); etc. etc…”
Había sido invitado a participar en varios programas de televisión y a escribir en varios medios, pero viendo que la línea editorial de todos ellos, no sólo de los controlados por el Gobierno, sino también de los que están sufriendo el ataque sistemático y arbitrario del Poder, pensé que la mejor estrategia de mi parte era no prestarme a reditar una discusión inconducente en un momento en que todo el poder mediático sigue comprometido en transformarme en el chivo expiatorio de los desmanejos de una dirigencia política argentina que, en lugar de buscar la verdad, se dedica a inventar relatos que esconden su ineficiencia y su corrupción.
Pero esto no significa que haya decidido abandonar mi propio compromiso con la verdad. Muy por el contrario, aproveche la paz y la tranquilidad que me brindó el haberme sustraído a la demanda mediática para conversar, tanto en Buenos Aires como en Córdoba, con mucha gente común, que trabaja para ganarse el pan de cada día.
Fui encontrando a la gente de manera casual, a lo largo de caminatas que emprendí con amigos y familiares. Mi primera sorpresa agradable es que no recibí ninguna muestra de rencor sino todo lo contrario. Me sorprendió, porque habiendo visto los programas de televisión, escuchado programas de radio y leído los diarios en esos días, esperaba recibir insultos y agresiones como las que había tenido que soportar en enero y febrero de 2002.
Pero lo más alentador fueron las muchas opiniones espontaneas que recogí: porteros de edificios que recordaron con nostalgia la estabilidad de los 90’s y la mejor relación entre ingresos laborales y costo de la vida de aquella época; jóvenes recién casados que me comentaron que estaban pagando un alto alquiler y que, a diferencia de lo que ocurría en los 90s, según habían escuchado de amigos mayores, ahora era imposible pensar en comprarse un departamento por la falta de crédito hipotecario y porque la relación entre los sueldos y los precios de los departamentos era mucho más desfavorable que en aquella época; jubilados que hasta el año 2001 habían cobrado una jubilación superior a 1000 dólares y que durante 6 años no habían tenido aumento alguno, a pesar de al fuerte inflación desde 2002 al 2007; exportadores industriales a los que la AFIP les descuenta 5 % de retenciones (que no existían en la década del 90) pero luego le demoran varios meses para pagarles los reintegros, además de dificultarles el abastecimiento de insumos con demoras burocráticas en el proceso de importación; gente de campo a los que les obligan a vender sus productos con grandes descuentos, no sólo por las retenciones sino también por prohibiciones y limitaciones a la exportación, trabas y gravámenes que no existían en la época de la convertibilidad; pequeños comerciantes a los que la inflación les devora el capital de trabajo y los impuestos y cargas sociales se les tornan impagables; industriales y comerciantes a los que agobian con controles de precios y a los que obligan a sobrecargar los precios de los productos no controlados para compensar las pérdidas que les originan los controles de Moreno; familias a las que golpean los tarifazos ya anunciados y asustan los tarifazos que están por venir; pasajeros de los trenes suburbanos y de los subterráneos que tienen que viajar hacinados y con grandes riesgos de seguridad, algo que no recuerdan que existiera en la década del 90; trabajadores que consideran que es una burla pretender limitar los aumentos salariales a partir de los dibujos del INDEC sobre la inflación; profesionales liberales que tienen que aplicarles aumentos de honorarios por la prestación de servicios a sus clientes para compensar la inflación, pero que no consiguen que los clientes se los paguen; inmigrantes de países vecinos que antes podían enviar algunos dólares a sus familiares en el exterior y que ahora tienen grandes dificultades para hacerlo, amén de que es muy poco lo que pueden ahorrar dada la desproporción entre los ingresos que obtienen y el alto costo de la vida: y así sucesivamente, una lista interminable de problemas creados por la inflación y por la intervención arbitraria y distorsiva del Estado en los mercados.
Ante mi pregunta sobre porqué cree que el Gobierno sacó tantos votos en las últimas elecciones, la respuesta fue siempre la misma: la gente de trabajo sostiene que a los candidatos del Gobierno los vota mucha gente que vive sin trabajar pero que goza de subsidios, empleados públicos que han sido designados sin que tengan algo útil que hacer en el Estado y jubilados de clase media que nunca habían aportado pero a los que se les dio una jubilación a costa de no cumplir con los jubilados que aportaron toda su vida. Además me explicaron que algunos de ellos, aun sufriendo todos los contratiempos que me narraban, no encontraron candidatos en la oposición que interpretaran sus quejas y necesidades: todos parecían empeñados en criticar a la década de los 90s y sugerir que si llegaran al gobierno harían lo mismo que los Kirchner.
Hoy estoy escribiendo esta nota desde el avión que me lleva nuevamente a los Estados Unidos porque mañana tengo que dar mi primera clase del segundo semestre en la Universidad de Yale. Y habiendo hecho un balance de los casi 30 días que pasé entre Buenos Aires y Córdoba, 10 de los cuales fueron en compañía de todos nuestros hijos y nietos que vinieron a visitarnos para Navidad y Ano Nuevo, llegué a la conclusión que no me equivoqué cuando en lugar de gastar mis energías en discusiones en los medios con personajes a los que les pagan para mentir, valió la pena caminar por las calles de Buenos Aires y de Córdoba, hablar con la gente común, que no se apega a prejuicios ideológicos ni lealtades partidistas, pero que vive y sufre los problemas de todos los días.
Tengo la sensación de que no pasará mucho tiempo hasta que quienes quieran captar el voto de la gente deban reconocer que los sufrimientos que están provocando las políticas de los últimos 10 años son mucho más gravosos que los que el poder mediático le sigue atribuyendo a la década del 90. No creo que el viento de cola siga permitiendo al Gobierno tapar los estragos que provocarán las cenizas del volcán que ha comenzado a entrar en erupción. Y se trata de un volcán en la que la presión no podrá atribuirse a la naturaleza por más esfuerzos que hagan los escribas a sueldo de 6, 7 y 8.