Es absurdo que el FMI no haya aún extendido los plazos de vencimiento de la deuda argentina, siendo que nuestro país continuó pagando los intereses no sólo al FMI sino a todos los demás organismos financieros internacionales. Pareciera que sus autoridades pretenden que Argentina se transforme en deudor moroso del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo, luego de haber suspendido los pagos al resto de los acreedores no oficiales. En la práctica ello significa maximizar el “desorden” de la reestructuración de la Deuda Pública Argentina que el FMI definió como necesaria al aprobar el préstamo de 8 mil millones de dólares en agosto de 2001.
En aquella oportunidad, todos los países del G7 sostenían que nuestro país debía lograr una reestructuración de la deuda que bajara significativamente el monto de intereses que la Nación y las provincias estábamos pagando y prorrogara por varios años los vencimientos de capital. A ésto le llamaban “Private Sector Involvement” o “PSI”, siguiendo la costumbre inglesa de resumir los nombres por las iniciales. El Director Gerente del FMI siempre planteaba la necesidad del PSI, interpretando la posición que hasta el 2000 era fundamentalmente europea, pero que con la llegada de Paul O’Neill al Tesoro, paso a ser también norteamericana.
En julio y agosto del año pasado, cuando estábamos negociando el apoyo del FMI para revertir la crisis financiera que comenzó luego de que las Provincias y la propia Nación llegáramos a la conclusión de que habíamos perdido el crédito, el Gobierno Argentino, que por entonces yo representaba, aceptó la sugerencia de buscar una reestructuración de la deuda pública, involucrando activamente a los acreedores no oficiales, tal como lo venían sugiriendo el FMI y los gobiernos del G7. Pero insistimos que debía ser una reestructuración “ordenada”, sin cesación de pagos, porque de otra forma se pondría en peligro la estabilidad del sistema financiero interno y los ahorros de los argentinos. Explicamos que los principales acreedores de la Argentina eran los depositantes en nuestros bancos y los trabajadores que venían aportando a los fondos de pensiones, acreencias que excedían con creces a las de los tenedores de bonos argentinos en el exterior.
El Tesoro de los Estados Unidos y el Sistema de la Reserva Federal apoyaron con entusiasmo el carácter “ordenado” que nosotros pretendíamos darle al proceso de reestructuración de la deuda pública, y por esa razón, insistieron que el FMI no sólo desembolsara los 5 mil millones que habíamos solicitado para recomponer las reservas del Banco Central, sino que asignara 3 mil millones adicionales para apoyar la reestructuración de la deuda.
Lamentablemente, al FMI pareció no interesarle que el proceso en el que nos estábamos embarcando fuera “ordenado”. Durante setiembre y octubre de 2001, sus funcionarios insistían que debíamos conseguir dinero del Banco Mundial, del BID y de los gobiernos del G7 para garantizar los nuevos títulos de la deuda que queríamos ofrecer en canje por los que se habían tornado demasiado onerosos y cortos. Pero lo hacían aún sabiendo que los gobiernos de los principales países no estaban dispuestos a hacer aportes adicionales y lo habían dicho claramente.
En noviembre lanzamos el plan de reestructuración de la deuda en dos etapas, ofreciendo a los acreedores que aceptaran la ley argentina la garantía de nuestra recaudación impositiva, en particular la proveniente del impuesto a las transacciones financieras que recaudaban los propios bancos. Los funcionarios del FMI no sólo no apoyaron explícitamente el plan, sino que demoraron el desembolso de 1.200 millones de dólares que había sido programado para noviembre, siendo que todas las metas fiscales del tercer trimestre del año habían sido cumplidas. Argumentaron que había evidencias que no lograríamos cumplir las del cuarto trimestre, pero las causas del incumplimiento no eran otras que la demora en conseguir la rebaja de intereses que se buscaba con la reestructuración de la deuda y la acentuación de la recesión provocada precisamente por la crisis financiera que volvió a desatarse cuando los mercados percibieron que el FMI dudaba si apoyar o no la reestructuración de deuda en la que Argentina se había embarcado.
Hacia mediados de diciembre la primera etapa de la reestructuración de la deuda había resultado muy exitosa, al punto que habíamos logrado diferir por tres años los vencimientos de capital de 55 mil millones de dólares y economizado 4 mil millones anuales de intereses a partir del año 2002. A pesar de este éxito, el desembolso adeudado desde noviembre y el apoyo explícito a la segunda etapa de la reestructuración que queríamos implementar de inmediato, fue condicionado por las autoridades del FMI a una demostración de “consenso político” alrededor del Presupuesto para el año 2002 que ellos sabían que era muy difícil de conseguir en pocas semanas.
Cuando a principios de enero, estando yo afuera del Gobierno hablé con el entonces Ministro de Economía Jorge Remes Lenicov, para advertirlo sobre el “desorden” descomunal que traería la devaluación sin haber concluido la reestructuración de la deuda, éste me comentó que Anne Krueger había exclamado “¡¡por fin!!”, luego que él le anunciara el fin de la convertibilidad. En ese momento advertí que el FMI había estado jugando con fuego. Sin decírnoslo, habían decidido obligarnos a abandonar la convertibilidad, a pesar de que yo les había advertido hasta el cansancio que, luego de una devaluación, la reestructuración de la deuda sería un proceso absolutamente “desordenado”.
En noviembre y diciembre de 2001 algunos economistas podían dudar sobre las consecuencias caóticas de una devaluación en un país con el grueso de los contratos en dólares e inmerso en una peligrosa crisis financiera. Pero en noviembre de 2002 es inconcebible que no se advierta que empujar a un país a un proceso “desordenado” de reestructuración de deuda, o, lo que es lo mismo, a un default generalizado, como terminó ocurriendo con la Argentina, es un desatino mayúsculo. Digo ésto, porque pareciera que el FMI quiere que nuestro país extienda la cesación de pagos a los organismos multilaterales, lo que claramente significaría aumentar aún más el descomunal desorden en el que está sumida nuestra economía.
Esta actitud del Fondo es peligrosa no sólo para Argentina sino también para Brasil. Si el presidente electo de Brasil solicita apoyo para un proceso “ordenado” de reestructuración de deuda como el que en voz baja pregonan los mismos que a mediados de 2001 lo proponían para Argentina, y el FMI les responde como nos respondió a nosotros, entonces el “desorden”, por no decir el “caos”, sobrevendrá también en el país hermano con el agravante para ellos, que en ese caso no tendrán al régimen de convertibilidad de chivo expiatorio. Ojalá las autoridades del FMI aprendan la lección, o los gobiernos del G7 sean más firmes frente a sus autoridades que lo que lo fueron hasta ahora cada vez que se discutió el apoyo a la Argentina.